Y la combustión interna rompe la inercia de los órganos, también internos, produciendo una sensación de algo que podría definirse como vértigo “horizontal”. Y el viento que entra por la ventanilla desgarra, potente, los azarosos pensamientos que brotan de la frente y se desmenuzan por la turbulencia, dispersándose a lo largo del pasillo. Ese viento que chorrea por la ventana, relamiendo el rostro y disipando la sensación de ahogo; atemperando las miles de centellas que se proyectan detrás de los parpados, los cuales, al cubrir las pupilas ionizadas, reaccionan creando aquellas estridentes auroras. Tratas de descifrar las letras. Las desgranas con la mirada y son arrancadas violentamente por el torbellino que las agita y sacude hasta sacarlas por la ventana; escuchas una risotada y al levantar la cabeza y tratar de ubicar su origen, te sorprendes a ti mismo y te das cuenta de que es tuya. Percibes como se queda suspendida en el aire, para luego, agitarse, caer en el estribo e inevitablemente, desparramarse en el asfalto hirviente donde se derrite y evaporará fugazmente, dejando una mancha imperceptible.
Atosigas el paisaje. Una extraña tristeza se acumula en las agostadas calles que igual desgranas con las retinas; miradas que se van acumulando por arriba del paladar, detrás de los ojos. Tan pronto se aglomeran, se van consumiendo, raudas: como un cigarrillo al que se le da una frenética y profunda calada para llenar los pulmones a tope; cae la ceniza completa; profundo e interminable; vértigo perpendicular al cenit. Miras las calles, las banquetas para ser preciso. Recuerdas, con toda la disposición de soñar y reconstruir aquella banqueta embadurnada por la luz de una tarde de otoño de hace cientos de años, donde las risas fáciles surgían de todas las grietas del asfalto… y el mundo… y la ciudad… o para ser precisos, aquella ciudad que era el mundo. Aquel mundo, el que seguía sin develarse y donde cada calle se acumulaba virgen en los recuerdos, inadvertidamente, sin los inconvenientes de tener que pasar por un lugar y tener que espantar a las exasperantes moscas de la memoria que zumban alrededor de aquellos despojos: recuerdos añejos y agridulces, cochambrosos y dulzones, que escurren por los muros y sin querer siempre remueves, y se pegan, o para ser más precisos, saltan y te abordan: como caminar entre un pastizal recién llovido, donde cada paso dispara al vació a docenas de chapulines que saltan en todas direcciones, se pegan a la ropa… así de exasperantemente indefinible: chapulines centelleantes, iridiscentes, que saltan, inesperados, precipitándose hacia todos lados, pero no llegan a tocar suelo, ya que se disuelven con una reverberación metálica que se acumula y confunde con la luz de la cinco de la tarde, y se te pegan y se funden en la piel de las manos, de los brazos y la cara, y que es inútil tratar de limpiar, porque sólo se logra extender una delgada película que se cristaliza inmediatamente, y ya seca, comienza a desprenderse en escamas que se trasforman en cenizas al tocar el piso: También serán arrebatadas por la corriente de aire frió.
Te arrebujas y sigues pensando: en aquellos años y en aquella cara y en aquellos ojos, en aquella sonrisa… y en los amigos ahora anónimos, y en los libros (en el olor de los libros que nunca has vuelto a percibir. Aquel tufo que se sentía con fuerza tan sólo en las tardes de lluvia en la biblioteca). Te envuelves en esa secuencia. Recuerdas: noche de otoño. Llegaste a aquella atestada fiesta, buscando aquella dulce y brillante sonrisa; pero arribaste tarde por no resistir otra invitación, razón por lo cual tu equipaje sensorial incluía dos caguamas completas; pero llegaste… y buscaste. La encontraste: acomodada en un sillón rojo. Envuelta por la música reverberante, extraña: melodía hipnotizante exacerbada por el humo y la media luz que mezcladas formaban una atmósfera casi hirviente: Encontraste su sonrisa, la cual, se extendía y plegaba, a base de ligamentos y músculos, curvas y tendones, ojos y suave, suave piel, formando la estructura que se acoplaba, elegante, en aquel sillón carmesí que flotaba en medio del charco de bruma caliente que terminaba por enturbiar tu ya de por si fundida percepción. Se levantó, te vio y te abrazó: calido y largo beso: suave, suave y húmeda piel. Te recriminó tiernamente: dulce, dulce piel entre la niebla rojiza…
Pero aquel archipiélago de humo pronto se disipó por obra de una cuchilla de luz amarillenta blandida por el dueño de la casa, cuya tolerancia se había agotado más rápido que el porro de mota que pasaba de mano en mano, de boca en boca, de alveolo en alveolo, orbitando entre la desorbitada concurrencia: y a la velocidad del pensamiento ya estábamos en medio de la oscura calle riendo en multitud, con ojos rojos y maneras animosas; escandalizando por la ausencia alcohol que habíamos provocado; carcajeándonos de aquella o aquel, que con la barbilla pegada al pecho, pendía lánguido del hombro de su mejor amigo y no atinaba a dar un paso sin tambalear las miradas de los espectadores. La música cesó. El frió se asentó sobre nuestras delgadas playeras de colores, filtrándose a través del cortavientos rojos y la tela de jerga gris; perforando el nailon, la mezclilla y la embriaguez: Y te fuiste, alargando suavemente la despedida, mientras sentía el calor de tu suave piel, ya sin el sillón rojo… despedida que se tensaba entre mis labios que te besaban, y los de tu amiga que profería, desde lejos, injurias por miedo a perder el último camión a su casa… y te llevaron… insoportables chaperones que se despedían con movimientos de barbilla, sin mirar a los ojos, sin apretar la mano: Y te fuiste, te consumiste tranquila. Y me fui: Caminando por la fría avenida respirando profundo, forzando el diafragma, hasta el tope, sintiendo que el alcohol se evaporaba en cada bocanada, disipando la bruma, pausando los pasos para percibir las debilísimas reminiscencias de tu olor en mi rostro …
El ocaso se apretuja ronroneante en la ventana. Me levanto y desciendo de un saltito, sintiendo el aire frió en la cara. Miro la ancha avenida que se recorta contra un cielo verde-violeta: en algún lugar, de alguna manera, volveré, volveremos, volverá… todos volverán… nostalgia crepuscular, me digo.
Una profunda bocanada de aire, la bruma se disipa de mi frente, una calidez me cubre el tórax. Me recrimino: no me vuelvo a subir tan pedo en un micro de esta ruta…
Atosigas el paisaje. Una extraña tristeza se acumula en las agostadas calles que igual desgranas con las retinas; miradas que se van acumulando por arriba del paladar, detrás de los ojos. Tan pronto se aglomeran, se van consumiendo, raudas: como un cigarrillo al que se le da una frenética y profunda calada para llenar los pulmones a tope; cae la ceniza completa; profundo e interminable; vértigo perpendicular al cenit. Miras las calles, las banquetas para ser preciso. Recuerdas, con toda la disposición de soñar y reconstruir aquella banqueta embadurnada por la luz de una tarde de otoño de hace cientos de años, donde las risas fáciles surgían de todas las grietas del asfalto… y el mundo… y la ciudad… o para ser precisos, aquella ciudad que era el mundo. Aquel mundo, el que seguía sin develarse y donde cada calle se acumulaba virgen en los recuerdos, inadvertidamente, sin los inconvenientes de tener que pasar por un lugar y tener que espantar a las exasperantes moscas de la memoria que zumban alrededor de aquellos despojos: recuerdos añejos y agridulces, cochambrosos y dulzones, que escurren por los muros y sin querer siempre remueves, y se pegan, o para ser más precisos, saltan y te abordan: como caminar entre un pastizal recién llovido, donde cada paso dispara al vació a docenas de chapulines que saltan en todas direcciones, se pegan a la ropa… así de exasperantemente indefinible: chapulines centelleantes, iridiscentes, que saltan, inesperados, precipitándose hacia todos lados, pero no llegan a tocar suelo, ya que se disuelven con una reverberación metálica que se acumula y confunde con la luz de la cinco de la tarde, y se te pegan y se funden en la piel de las manos, de los brazos y la cara, y que es inútil tratar de limpiar, porque sólo se logra extender una delgada película que se cristaliza inmediatamente, y ya seca, comienza a desprenderse en escamas que se trasforman en cenizas al tocar el piso: También serán arrebatadas por la corriente de aire frió.
Te arrebujas y sigues pensando: en aquellos años y en aquella cara y en aquellos ojos, en aquella sonrisa… y en los amigos ahora anónimos, y en los libros (en el olor de los libros que nunca has vuelto a percibir. Aquel tufo que se sentía con fuerza tan sólo en las tardes de lluvia en la biblioteca). Te envuelves en esa secuencia. Recuerdas: noche de otoño. Llegaste a aquella atestada fiesta, buscando aquella dulce y brillante sonrisa; pero arribaste tarde por no resistir otra invitación, razón por lo cual tu equipaje sensorial incluía dos caguamas completas; pero llegaste… y buscaste. La encontraste: acomodada en un sillón rojo. Envuelta por la música reverberante, extraña: melodía hipnotizante exacerbada por el humo y la media luz que mezcladas formaban una atmósfera casi hirviente: Encontraste su sonrisa, la cual, se extendía y plegaba, a base de ligamentos y músculos, curvas y tendones, ojos y suave, suave piel, formando la estructura que se acoplaba, elegante, en aquel sillón carmesí que flotaba en medio del charco de bruma caliente que terminaba por enturbiar tu ya de por si fundida percepción. Se levantó, te vio y te abrazó: calido y largo beso: suave, suave y húmeda piel. Te recriminó tiernamente: dulce, dulce piel entre la niebla rojiza…
Pero aquel archipiélago de humo pronto se disipó por obra de una cuchilla de luz amarillenta blandida por el dueño de la casa, cuya tolerancia se había agotado más rápido que el porro de mota que pasaba de mano en mano, de boca en boca, de alveolo en alveolo, orbitando entre la desorbitada concurrencia: y a la velocidad del pensamiento ya estábamos en medio de la oscura calle riendo en multitud, con ojos rojos y maneras animosas; escandalizando por la ausencia alcohol que habíamos provocado; carcajeándonos de aquella o aquel, que con la barbilla pegada al pecho, pendía lánguido del hombro de su mejor amigo y no atinaba a dar un paso sin tambalear las miradas de los espectadores. La música cesó. El frió se asentó sobre nuestras delgadas playeras de colores, filtrándose a través del cortavientos rojos y la tela de jerga gris; perforando el nailon, la mezclilla y la embriaguez: Y te fuiste, alargando suavemente la despedida, mientras sentía el calor de tu suave piel, ya sin el sillón rojo… despedida que se tensaba entre mis labios que te besaban, y los de tu amiga que profería, desde lejos, injurias por miedo a perder el último camión a su casa… y te llevaron… insoportables chaperones que se despedían con movimientos de barbilla, sin mirar a los ojos, sin apretar la mano: Y te fuiste, te consumiste tranquila. Y me fui: Caminando por la fría avenida respirando profundo, forzando el diafragma, hasta el tope, sintiendo que el alcohol se evaporaba en cada bocanada, disipando la bruma, pausando los pasos para percibir las debilísimas reminiscencias de tu olor en mi rostro …
El ocaso se apretuja ronroneante en la ventana. Me levanto y desciendo de un saltito, sintiendo el aire frió en la cara. Miro la ancha avenida que se recorta contra un cielo verde-violeta: en algún lugar, de alguna manera, volveré, volveremos, volverá… todos volverán… nostalgia crepuscular, me digo.
Una profunda bocanada de aire, la bruma se disipa de mi frente, una calidez me cubre el tórax. Me recrimino: no me vuelvo a subir tan pedo en un micro de esta ruta…
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