miércoles, 2 de junio de 2010

Bahía Ballard

La plancha de concreto se ilumina naranja por efecto de los tubos de argón que intermitentes completan la garigoleada palabra “MOTEL”. Dicho anuncio pende de la parte más alta de aquella mole de 5 pisos color rosa pastel, en cuya superficie pueden leerse, escritas con pintura morada, palabras como cable, caliente o jacuzzi.

Aunque son las 4 de la madrugada, es fácil intuir los contornos de aquella plancha a consecuencia del blanco resplandor que despiden los reflectores de halógena con los que se ilumina la bahía de la gasolinera que se encuentra justo al pie de aquel muro.

A un costado, la autopista; más allá, cruzando, una enorme chimenea despide una columna de vapor que se tiñe de rojo por efecto de los focos señalizadores que rematan dicha construcción. Paulatinamente aquel gas se dispersa, se destiñe y se fusiona con la inmensidad de un cielo completamente negro; aquí, una tibia coca-cola de lata comienza a hacer efecto, asentando la realidad que poco antes fue pulverizada por efecto de la adrenalina mesclada con el alcohol.

Con un movimiento seco poso la lata de refresco en la banqueta donde nos encontramos sentados. Saco un cigarro y le pido lumbre al Doctor. Exhalo la primera bocanada y pesco la lata antes de que sea pateada por el borracho que acaba de salir de la puerta del minisúper que se encuentra a nuestras espaldas y que es atendido por jóvenes de ojos tristes y actuar nervioso. Cuido mi refresco: en dichas circunstancias resultaría una tragedia insoportable ser testigo de la expansión de aquel líquido tibio y negro sobre el concreto, seccionado por retículas amarillas, que dan forma a un estacionamiento desierto.

Con la misma mano que sostengo el refresco señalo la mancha verde en la defensa del automóvil rojo. No hay abolladura, solo ese raspón verdoso que por momentos parece fulgurar. Piloto ríe nervioso y se empina su propia coca-cola (brebaje con el cual Doctor y yo tratamos de cortarle el estupor toxico y así recuperar sus habilidades al volante). Los ojos se le rasgan, un poco más, al soltar otra risotada y tratar de describir las ominosas dimensiones del hipotético bache que lo obligó a maniobrar, de tal forma, que terminamos encallando en la banqueta con la defensa impactada en una puerta de metal multicolor de una nave industrial. Con ambos brazos, Piloto dibuja círculos frente a sí mismo rememorando las maniobras para desatascarnos y pirarnos a toda velocidad, antes de que un velador borracho intentase reclamar el desperfecto. Todos reímos con la explicación, incluso M.

La euforia y el aturdimiento se licuaron estrepitosamente al momento de la salida. Nos abrimos paso entre mentadas de madre y comentarios mezquinos, sudor pegajoso y sangre fresca, olor a vomito, grasa, alcohol y droga. Era fácil augurar una tormenta mayor sólo con escuchar los matices en las voces increpantes, la violencia en los ademanes que pedían calma y los rictus de los rostros expectantes. Entre puñetazos a mansalva y condescendencia roñosa, hacía falta menos que una chispa, una pequeñisima falta de juicio de M, para desatar el exceso. Mejor salir vertiginosos, “por si acaso”.

Claro que ninguna fuga dura mucho en esas circunstancias. La mancha fulgurante es prueba de ello.

Pero ahora reímos, en medio de la madrugada y de la nada. Con regusto a sangre a causa de las heridas arteras en los labios. Con el cabello frio y mojado por el chorro de agua de un lavabo de gasolinera. Con los ojos irritados por el humo del cigarro y las articulaciones cansadas por la tensión. Reímos respirando la atmosfera que es una mezcla de gasolina, smoke y cadáveres de rastro, en medio de-un-punto-muerto de una carretera que va a ninguna parte. Iluminados por la torreta bicolor de una patrulla destartalada. Reímos. Y El mundo adquiere una solidez que hace tiempo no tenía. Nos levantamos, los cuatro.

Un borracho desciende de una camioneta vieja, se acerca y nos hace una confidencia: “esos putos me querían morder” y señala discreto, con el mentón, a la patrulla. “Ando bien pedo, pero no hay toz, aquí me espero en lo que se van, pinches putos. Al fin ¿qué?: tengo-más-tiempo-que-vida… ¿o no?...”

Reímos de nuevo. Pronto amanecerá.

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