El lengüetazo de calor te envuelve en cuanto ves el primer árbol
de mango en medio de la sierra. Se activan los engranajes enmohecidos de una
maquinaria que se mantenía olvidada en el recogimiento de la niebla fría: El
cuerpo reclama su preponderancia. Se abren los poros, los ojos se queman con el
sudor de la cien; los oídos zumban; la piel se tuesta a cada movimiento; poco a poco el esternón se hinchan por las
bocanada de aire hirviente; la saliva se paraliza y la sed, la verdadera sed, reclama.
La vorágine de tierra caliente te da la bienvenida. Las
jugosas mujeres con cabeza de caimán se pasean de aquí para allá con la risa contra el sol. Paraje bendecido
por la veladora negra y una calaca con corona de oro.
Los zopilotes vuelan raudos desde el cañón a la playa. Dos, cuatro
cervezas.
Urbe subtropical de crueldad inocente: “mira papacito, aquí paga’
o paga’, o ay tu sabe’ y te arregla’ con el soldao’”.
Tras, tras: La sinaloense a todo lo que da: tres, cinco caguamas.
No hay alivio ni en el Oxxo helado con olor a tedio y refrigerador sucio.
Tras, tras:
---Aquí el señor, mírelo como anda, lo vamo’ a remitir---
dice el zopilote
---uste’ no se meta, o me lo llevo también…--- intimida el
armadillo.
---como le voy a echa la mano, si ya lo repoltamos y ay cámara’,
me van a perjudicar--- aclara la tortuga.
---no, po' yo no sé, arréglense allá con el jue’--- amenaza
el zopilote.
---Ira, yo sé manito, deja lo subimo’ y ahí a do’ cuadra hablamo’,
la multa e’ de se'ciento’ ahí tu piensa--- concilia el armadillo.
Todo se arregla con trescientos.
---Pero ya váyanse a dormir…--- ríe el zopilote y levanta el
vuelo en su patrulla.
La ciudad zumba de noche como un sancudo hambriento…
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