Un cuento de Navidad para los amigos, cortesía de PIT II. ¡Disfrutenlo!
La próxima vez por Paco Ignacio Taibo II
A Carlos Montemayor Ávila lo habían corrido de tres posadas por andar enseñando el pito mientras bailaba «Sopa de Caracol» trepado en una mesa.
—Ni me lo saqué bien del todo, ni era una mesa en la última, era arriba del refri —decía tratandose de disculparse cuando su cuate el Dientes le pedía cuentas por desmanes tan pendejos en la entrada del metro General Anaya. El frío pelaba los dientes y ni siquiera los alcoholes que se habían tomado antes de que los sacaran a chingadazos de cada una de las fiestas amortiguaba la helada que traspasaba la chamarra nueva de Carlos y el jorongo del Dientes, quien insistía en vestirse folk a pesar de que el sexernio de Echeverría y los delirios indigenistas de la antropología mexicana estaban enterrados en el profundo pasado.
—¿Ya no te sabes otra fiesta? —preguntó Carlos, que normalmente no era tan obsesivo, pero al que habían corrido esa mañana de su trabajo de burócrata en el Consejo para la Cultura y las Artes por decir a gritos en un elevador, con los compañeros de viaje equivocados, que Octavio Paz era fresa y que ese Consejo se había llenado de señoritas de escuela de monja, afrancesados, polkos y lagartijos.
—Me queda una pinche dirección, mano, pero si te pones de pinche necio va a valer madre igual que las otras —respondió el Dientes, que desde su empleo en la sección cultural de El Día controlaba todas las posadas, las fiestas de graduación y hasta los cumpleaños de todas las secretarias del DF.
Estaba corriendo un frío necio y cortante y Carlos se hallaba convencido que esta ciudad era esencialmente ingrata, que era mucho mejor ser poeta laureado en Pachuca, que había cometido un error básico en su vida, consistente en vender los puercos del rancho de su jefe para conquistar el DF, y que la tristeza lo estaba invadiendo.
—Me voy a controlar, me cae de madre. Ya no lo voy a hacer... Es que me da un pinche arranque de locura.
—¿Por qué no haces otras cosas, mano? Canta rancheras, lígate a la esposa del güey de la fiesta... pero eso de subirte a una mesa y enseñarles la verga, ¿qué pinche caso tiene?
—Ninguno.
Hacía menos frío en los vagones naranja, que surcaban la ciudad bajo tierra como barcos de luz galáctica.
Desembarcaron en el metro Insurgentes y cruzaron como náufragos por el norte de la colonia Roma.
Por el camino, el Dientes repasó la estrategia:
—Llegamos, saludamos, te sientas en un pinche sillón con una cubeta en la mano, te la bebes de a poco. Te calmas. Si te dan ganas de subirte a una mesa te controlas. Y sí te dan muchas ganas, nomás te fijas en lo que yo estoy haciendo y haces lo mismo. Y ya si no aguantas, te subes a la pinche mesa y recitas un pinche poema de Amado Nervo, pero no te sacas la pinche corneta ahí en medio... ¿Sale?
Carlos asintió cabizbajo.
Y todo iba bien hasta que les abrió la puerta el dueño de la casa, y la música de Pink Floyd los golpeó en las caras como una vaharada, el Dientes se escurrió hacia el interior de la parranda. Carlos miró al anfitrión fijamente y reconoció al chaparro subdirector de un suplemento cultural que le había rechazado durante meses sistemáticamente todos sus poemas y que además era jefe de manzana priísta. Ahí mismo y sin dilación, se bajó el ziper y comenzó a bailar «Sopa de caracol» con fondo de The Wall mientras se la sacaba. Le dieron con la puerta en las narices.
Ya sin boletos del metro, caminando en el frío hacia su cuarto de azotea en la Escandón, Carlos Montemayor Ávila comenzó a cantar a Cuco Sánchez:
Sólo tu sombra fatal,
sombra del mal,
me sigue por dondequiera
con obstinación.
No desafinaba. Un vendedor de lotería le brindó un cálido aplauso. Pasaron dos fantasmas en calesa, en la glorieta de Río de Janeiro bailó un vals con una adolescente etérea, un montón de pájaros muertos por el somg resucitaron y levantaron el vuelo cuando cruzaba por Insurgentes.
—Casi me la mocho al subirme la bragueta —dijo en voz alta—. La próxima vez les enseño el fundillo.
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